
Asistí a esta representación acompañada de un hombre. Observé cómo durante toda la obra mantuvo un rostro impasible, casi estoico, mientras yo me permitía conmoverme de forma abierta. Lo que resultó revelador en verdad fue lo que ocurrió al finalizar la función. Mientras salíamos del teatro, me confesó en voz baja: “Me dieron muchas ganas de llorar, pero sin remedio me las aguanté”. Procedió luego a decirme que en muchas escenas recordó a su papá y a la crianza que tuvo con él. Esta confesión, pronunciada casi como una disculpa, encarnaba justo la esencia de lo que acabamos de presenciar: hombres atrapados en la jaula invisible de una masculinidad que les prohíbe expresar vulnerabilidad, incluso en un espacio seguro diseñado con precisión para provocar esa conexión emocional.
En un país donde la figura del padre oscila con frecuencia entre la ausencia y la rigidez emocional, Los niños no lloran se presenta como un espejo incómodo pero necesario para la sociedad mexicana, donde las heridas emocionales acumuladas a lo largo de generaciones se convierten en una herencia casi inevitable para los hijos.
Bajo la dirección de Andrea Belén Sánsa, y presentada en el Teatro Vivian Blumenthal (Tomás V. Gómez 125, colonia Ladrón de Guevara, entre Avenida México y la calle Justo Sierra), esta pieza teatral confronta al espectador con una realidad compartida por muchos: el aprendizaje forzado de la represión emocional masculina desde la infancia.
La obra entrelaza las vidas paralelas de dos jóvenes mexicanos, Mario y Erick, quienes, a pesar de sus diferentes circunstancias, comparten el peso de una misma herencia cultural: la prohibición tácita del llanto masculino. Mario, con un padre ausente que mantiene una segunda familia, asume de manera prematura responsabilidades adultas, trabajando en la Central de Abastos para ayudar a su madre mientras sueña con comprarse una bicicleta. Erick vive bajo la sombra de un padre con rigidez emocional que le ofrece trabajo como mesero, ofreciéndole la posibilidad de que ahorre y compre una figura de Los Caballeros del Zodiaco, solo para luego reclamarle que contribuya a los gastos familiares.
Lo que resulta notable de esta producción es cómo Mauricio Carvajal y Erick Isaac Ramírez no solo interpretan a estos jóvenes, sino que también narran con conciencia las historias de sus propios padres. Este recurso metanarrativo permite que los actores transiten con fluidez entre narrador y personaje, creando una dinámica donde lo personal y lo ficticio se entrelazan de forma conmovedora. La constante ruptura de la cuarta pared invita al público a convertirse en cómplice y testigo y genera una intimidad rara vez lograda en el teatro contemporáneo. Para mí, la puesta en escena merece especial mención. Los actores habitan espacios delimitados por una cinta en el piso, pero a cada momento trascienden estos límites para hablar de modo directo al público.
Al explorar la figura paterna en México, la obra revela un patrón cultural con raíces profundas: padres que reproducen con sus hijos la misma represión emocional que sufrieron, con lo cual perpetúan un ciclo de masculinidad tóxica que se transmite de generación en generación. Los niños no lloran no es solo un mandato familiar, sino un imperativo social que mutila de forma sistemática la expresión emocional masculina desde la infancia.

Una de las funciones de 2025 de Los niños no lloran, en el Teatro Vivian Blumenthal. Fotografías: Emilio Carvajal/Cortesía No Lloran Teatro.
Los padres retratados no son villanos unidimensionales, sino productos de su propio contexto cultural, víctimas y perpetuadores de una tradición asfixiante. La obra plantea preguntas incómodas: ¿Qué significa en realidad ser “hombre” en la sociedad mexicana? ¿Por qué asociamos la vulnerabilidad con la debilidad? ¿Cuál es el costo emocional real de esta represión sistemática?
Me resultó conmovedora en particular la forma en que los actores, al interactuar de manera directa con el público, establecen una conexión casi terapéutica. Al presenciar a mi acompañante luchando contra su propia emoción, comprendí que no estaba solo: muchos otros espectadores masculinos se veían afectados de forma visible, quizás reconociéndose en estas historias que, aunque específicas, resultan dolorosas y universales en el contexto mexicano.
La obra evita caer en el sentimentalismo fácil o en soluciones simplistas. No hay catarsis liberadora ni reconciliaciones milagrosas. En su lugar, ofrece un espacio para el reconocimiento y la reflexión: la posibilidad de que estos niños-ahora-hombres puedan al fin llorar, no como acto de debilidad, sino como ejercicio necesario de humanidad completa.
Los niños no lloran trasciende lo anecdótico para convertirse en un comentario social potente sobre la masculinidad mexicana contemporánea. En un momento en que el país debate sobre nuevas formas de paternidad y masculinidad, esta obra se presenta como una contribución artística esencial, un recordatorio de que la verdadera fortaleza quizás no esté en aguantar con estoicismo el dolor, sino en la valentía de expresarlo y compartirlo.
En última instancia, mientras reflexionaba sobre la confesión de mi acompañante, entendí que Los niños no lloran no solo está narrando historias del pasado, sino revelando un presente donde los hombres siguen atrapados en ese mandato invisible. Nos invita a imaginar una sociedad donde la expresión emocional masculina no sea vista como una debilidad, sino como una fortaleza; donde los niños puedan llorar sin vergüenza y los hombres puedan vivir con plenitud emocional. Nos recuerda que, al sanar en el presente y entender el pasado, sanamos también el futuro.
Como demostró la reacción de mi acompañante, aún queda un largo camino por recorrer, pero cada reconocimiento de esa herida compartida es un paso hacia la liberación emocional de las generaciones venideras.
* La autora es estudiante de la licenciatura en Arte y Creación del ITESO.
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