Los cuerpos del Río de la Plata

Un recorrido en ferry entre Montevideo y Buenos Aires, la conversación con un desconocido y las historias que transformaron la manera de ver ese paisaje.

Juan Raúl Casal

Siglo veinte, cambalache problemático y febril

Julio Sosa

Estaba recargado en el barandal del ferry cuando un viejo se acercó a hablarme de los cuerpos que había en el agua. El Río de Plata es tan grande que cuando estás frente a él tienes que recordar que no es el mar, sino un estuario que conecta a dos países. En ciertos puntos de Uruguay se pueden ver las luces de Buenos Aires cuando es de noche. 

Iba rumbo a la Cuidad de la Furia, pensaba en que extrañaba a mi familia y que no usan sal en la cocina uruguaya mientras veía cómo el puerto de Colonia se volvía cada vez más pequeño. “¿Sabías que estamos navegando sobre cientos de cadáveres?”, fue la pregunta que me sacó del recuerdo de comida insípida. Me levantó el ánimo. Supuse que era algo relacionado con las dictaduras de Uruguay y Argentina, pero le dije a ese viejo que no tenía idea. Quería saber qué me iba a decir aquel argentino. 

La anécdota de las atrocidades como tortura, detenciones arbitrarias, entre otras cosas que se cometieron en la Revolución Libertadora y el derrocamiento de Juan Perón me dejaron callado. El tipo cabrón seguro vio cómo me cambió la cara, porque empezó a contarme las cosas de forma más dramática. Mientras se subía el cierre de la chamarra hasta el cuello añadió que mucho de esto fue financiado por Estados Unidos. 

El paisaje ya no era el mismo, fue como si mi paseo juvenil se hubiera convertido en un recorrido por una fosa común. No se le puede pedir más a la vida. Antes de que me diera tiempo de decirle otra cosa, explicó que durante La Operación Cóndor las dictaduras de Sudamérica durante los setenta subían a los rebeldes en aviones y los dejaban caer al río. “No tenían la decencia de matarlos antes de lanzarlos”, dijo sin dejar de ver el agua.

Llegamos a Buenos Aires, cada quién se fue por su lado. No le pregunté su nombre, hasta la fecha sigo sin querer saberlo. Moría por contarle todo esto a alguien, pero esperé a hacerlo hasta que volviera a estar frente al río, quería cambiarle la percepción del paseíto a otro incauto como yo. En los días que me preparé para hablarle de los cuerpos del agua a otra persona, averigüé que no solo había muertos de las dictaduras. 

En 1939 un buque de Guerra Nazi comandado por el capitán Hans Langdorff luchó contra tres barcos ingleses más pequeños. El Graff Spee, la nave alemana, terminó tan maltrecha de ese enfrentamiento que Langdorff decidió hundirla en el puerto más cercano, luego se dio un tiro en un hotel de Buenos Aires. 

El capitán se hundió con la nave, solo en puntos distintos. 

La primera persona a la que le pude hablar esto fue a Liv, una inglesa rubia que conocí cuando estaba de regreso en Uruguay. Fuimos a ver el atardecer a la orilla del río, me pareció el momento apropiado. Me hizo gracia ver cómo su expresión cambió igual que la mía unos días antes. No logré ni que me tomara de la mano luego de contarle de tanto muerto, igual valió la pena. 

La segunda persona que arrastré a mi nueva tradición rioplatense fue Oscar, un alemán que fumaba mota conmigo una tarde. El cuentito hizo que se pusiera paranoico, resulta que pensar en tortura, desapariciones y cadáveres no es buena idea cuando uno anda pacheco. Hurensohn quiere decir “hijo de puta” en su idioma, lo sé porque no paraba de llamarme así. Después todo, su terror inducido por la mariguana y la historia nos hizo gracia.

Para varias personas esto que les conté fue algo que nunca habían oído antes, lo que comenzó como un juego para joderle la linda vista a mis amigos se convirtió en un ejercicio de memoria por los que murieron y los que desaparecieron. Aunque debo de admitir que todavía me parece divertido contar algo así frente a esas inmensas aguas, en medio ese viento que trae recuerdos y te hace perder el equilibrio. 

Se lo platiqué a más personas cada que tuve la oportunidad, me mantuve firme en mi convicción de solo narrar esto frente al Río de la Plata. El último que escuchó el monólogo que ya tenía muy bien ensayado fue Gerard, mi amigo chilango-haitiano con el que me quedé la segunda vez que estuve en Buenos Aires. Pasamos frente a la casa Rosada antes de llegar al puerto, también lo sorprendió escuchar aquel dato sobre el cuerpo de agua que estaba a menos de media hora de su departamento. Mi ritual rioplatense fue punto final perfecto de esa caminata. 

A todos les pedí que se lo dijeran a quién quisieran siempre y cuando fuera con vista al agua. En verdad espero que, si lo hacen, ver las expresiones de sorpresa y terror en las caras de sus amigos los divierta tanto como a mí. La parte de no olvidar a los que murieron, los que desaparecieron, será algo que cada una de estas personas tendrá que averiguar por sí mismas, como lo hice yo. Todo esto es, a fin de cuentas, un momento para recordar a los que ya no están.

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