
Acatic reinventa las leyendas de su pasado de “brujería”
A esta población de Jalisco le sobran las historias sobrenaturales, cultivadas desde la Colonia con no poca vocación de burla de parte de sus vecinos; la diferencia es que hoy los acatiquenses disfrutan lo que pueden hacer con ellas
Por Paula Diego, Sofía Villarreal y Yoseline Delgadillo
En el corazón del altiplano jalisciense, Acatic se erige como un lugar donde las leyendas y la realidad se entrelazan en un abrazo misterioso. Desde el siglo XVIII, sus habitantes han sido conocidos como los brujos y brujas de Acatic, un apodo que, aunque cargado de estigma, también envuelve al pueblo en un aura de fascinación. Las historias sobre brujas y hechicería no son solo relatos de la antigüedad; son parte del tejido cultural que define la identidad de este municipio.
En cada rincón de Acatic resuena el eco de antiguas leyendas. Se dice que en la torre de la parroquia viven lechuzas, temidas por los niños que, al verlas volar, sienten el corazón desbordarse de miedo. “¡Mañana vienes por la sal para que hagas tu chile!”, gritan algunos, convencidos de que, al día siguiente, una viejita aparecerá en su puerta. Los rumores sobre hombres que se convierten en guajolotes o mujeres que envían recados a través de cuervos son parte del folclor local, y crean un ambiente donde lo sobrenatural parece tan real como la tierra que pisan.
Sin embargo, esta rica tradición no está exenta de sombras. Los acatiquenses enfrentan un estigma persistente; ser llamado “brujo” puede ser tanto un orgullo como una carga. En ciudades vecinas, las bromas sobre “Brujilandia” se convierten en burlas que roban a los habitantes de su dignidad. “¿De aquí se van en escoba?”, preguntan los que no son de ahí con una risa burlona, mientras que los choferes en las paradas hacen chistes sobre el vuelo nocturno de las brujas. Esta dualidad entre la admiración y el desprecio crea un ambiente tenso para aquellos que viven en Acatic.



Imágenes del municipio alteño de Acatic. Imágenes: 380GDL.
El poder del miedo
Ana Rosa González Pérez, cronista de Acatic, nos cuenta que en el año 1774 Acatic vivió un momento que marcaría su historia y cimentaría el juicio asociado a la brujería en la región. Un mulato llamado José Sebastián, esclavo de doña Marcela Salcedo, fue llevado ante el Tribunal de la Santa Inquisición, acusado de haber hecho un pacto con el diablo.
Este juicio no sólo reveló la existencia de prácticas consideradas oscuras en el pueblo, sino que también expuso una red de complicidad y temor que rodeaba a los habitantes de Acatic. Al ser interrogado, Sebastián delató a otros vecinos, como Juan de Lara y Pedro Tiburcio, quienes también habrían hecho pactos similares. La acusación no sólo lo condenó a él, sino que también arrastró a su comunidad a un abismo de desconfianza y miedo.
El contexto histórico y social del siglo XVIII en Nueva Galicia era propicio para la proliferación de creencias en la brujería. La influencia de la iglesia católica era omnipresente, y la Inquisición se postulaba como un poder temido que perseguía cualquier manifestación que pudiera interpretarse como herejía o desviación de la fe.
En un entorno donde la superstición y el miedo al castigo divino dominaban las creencias populares, las acusaciones de brujería se convirtieron en una herramienta para que algunos se sintieran superiores a sus vecinos. La figura del brujo se transformó en un chivo expiatorio para explicar desgracias y enfermedades, y perpetuó un ciclo de estigmatización que aún persiste en la identidad acatiquense.
Lo sobrenatural en lo cotidiano
Las leyendas sobre brujas y nahuales han sido transmitidas a través de generaciones en Acatic y se convirtieron en pilar de la identidad local. Estas narrativas orales no solo enriquecen el folclor del pueblo, sino que también moldean las percepciones sobre lo natural y lo cotidiano. Historias sobre mujeres que pueden embrujar con su mirada u hombres que se transforman en animales son contadas con fervor por abuelos a nietos, y crean un vínculo intergeneracional que mantiene viva la tradición.
El impacto de estas leyendas es profundo; alimentan tanto el temor como la fascinación por lo desconocido. Cada relato se convierte en una advertencia o una lección moral y refleja las creencias y valores de la comunidad. Por ejemplo, se dice que, si uno ve a una lechuza volar cerca, debe tener cuidado porque puede ser una señal de mala suerte o incluso un mensajero de brujas.
En Acatic no hay lugar para el silencio: cada piedra tiene una historia y cada habitante parece ser experto en leyendas, incluso aquellos que insisten en que no creen en nada. José Javier, profesor jubilado, lo explica como quien narra un cuento a medio camino entre el asombro y la resignación: “Desde siempre nos dicen brujos, pero eso viene desde la Colonia. Los indígenas curaban con hierbas y los españoles decían que era cosa del diablo. De ahí nos quedó el estigma”.
Ana Rosa, la cronista del lugar, tiene respuestas para todo. Con una sonrisa cómplice y el tono de quien ha repetido la misma historia más veces de las que querría, cuenta la leyenda de Timoteo y Anastasia, los ancianos que hicieron del guajolote su negocio y su espectáculo.
“Timoteo se convertía en guajolote; Anastasia lo vendía, pero siempre advertía que no lo cocinaran hasta la mañana siguiente. Por la noche, Timoteo regresaba a casa volando. Y al día siguiente, vuelta a empezar”. ¿Un truco ingenioso para sobrevivir o pura superstición? A Ana Rosa no parece importarle: la magia está en la anécdota, no en su verdad.

Uno de los libros de la investigadora Ana Rosa González, en colaboración con Miguel Ángel Casillas, recoge parte de las leyendas de “Brujilandia”. Imágenes: 380GDL.
No todo son guajolotes escapistas. En el centro del pueblo, las luces extrañas tienen sus propios seguidores.
“Fue una noche de noviembre”, recuerda una vecina, aún con una mezcla de incredulidad y terror. “Dos luces, una delgada y otra redonda, iban y venían por las casas. Pensé que, si se acercaban más, me darían miedo, y como si me escucharan, vinieron directo hacia mí”. Estas luces, según los testigos, parecían bailar, jugar entre sí, dejando detrás una línea negra en el cielo antes de desaparecer. En Acatic, la frontera entre lo real y lo imposible es tan tenue como un susurro en la noche.
Mientras tanto, en otra esquina del pueblo, un hombre mayor recuerda los caballos que aparecen de madrugada, sus cascos resonando como cadenas arrastradas. “A las tres de la mañana, siempre lo mismo: el ruido de caballos y luego… silencio”, cuenta con la certeza de quien no tiene dudas, pero tampoco explicaciones.
Y si los caballos del diablo son demasiado, también están los gritos de niños que nadie puede encontrar. “Una vez oí llorar a un niño, pero el llanto venía y se iba, como si flotara”, dice otro vecino.
No todos están cómodos con estas historias. Algunos prefieren evitar el tema, temerosos de las habladurías. Como explica Delia, maestra de la escuela de Acatic, “aquí todo se sabe y, si dices que viste algo, ya te llaman brujo”.
Sin embargo, la mayoría parece haberse acostumbrado al estigma y lo toman como una peculiaridad del pueblo. Después de todo, ¿qué otro lugar puede presumir de tener lechuzas que chillan pidiendo sal y chile? “Si una lechuza se te acerca y le dices eso, al día siguiente aparece una viejita. Ya sabes quién era”, dice Ana Rosa, riendo mientras observa el cielo como si buscara una respuesta que nunca llega.

En el panteón municipal de Acatic. Imágenes: 380GDL.
Escobas, altares y nuevas historias
En la tierra de brujos, los acatiquenses han decidido que es hora de dejar de volar en escobas y comenzar a aterrizar en la realidad. En un pueblo donde las leyendas sobre brujas y nahuales han sido transmitidas de generación en generación, los más jóvenes se enfrentan al desafío de redefinir su identidad y, de paso, deshacerse del estigma que ha acompañado a sus antepasados.
El director de Turismo, Jesús Alvarado, afirma que los vecinos están tomando las riendas de su narrativa. En lugar de dejarse llevar por la marea de comentarios burlones sobre “Brujilandia”, reimaginan su cultura con un toque moderno. Se organizan eventos donde las leyendas no solo se narran, sino que también se reinterpretan a través de recorridos nocturnos por el panteón y visitas a su mirador, y en sus fiestas patronales anuales. En estas celebraciones participa todo el pueblo, como en el famoso concurso de altares.
En este nuevo enfoque, las escobas se convierten en herramientas creativas y no en símbolos de superstición.

Festejos tradicionales en Acatic. Imágenes: 380GDL.
Los hechizos no se rompen
En Acatic, donde hasta las lechuzas tienen una agenda propia y los guajolotes llevan vidas dobles, el tiempo parece haberse detenido en una encrucijada entre la magia y la realidad. Mientras los habitantes caminan por las calles llenas de historias, no pueden evitar cargar el peso de un apodo que flota como un hechizo lanzado hace siglos: “Los brujos de Acatic”. Pero en este rincón del altiplano jalisciense, las escobas no barren vergüenza, sino orgullo.
El pueblo sigue adelante, dejando que las luces misteriosas, los caballos del diablo y las leyendas de Timoteo y Anastasia dibujen las sombras en sus noches. Porque si algo tienen claro los acatiquenses es que las historias no se cuentan para desmentirlas, sino para mantenerlas vivas. Total, que las risas burlonas de los forasteros se apaguen; aquí, cada quien vuela con la narrativa que le acomoda.
Y así, entre guajolotes encantados, lechuzas con contratos de sal y chile, y caballos que nunca descansan, Acatic sigue siendo un lugar donde la magia es tan habitual como el café de la mañana. ¿Acaso no es eso, después de todo, lo que mantiene a un pueblo despierto? En la tierra de los brujos, lo único que realmente desaparece es el aburrimiento.
* Las autoras son estudiantes de la licenciatura en Periodismo y Comunicación Pública del ITESO.
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